miércoles, 23 de mayo de 2012

Bienvenidos

Les damos la bienvenida al blog "Crónicas Caraqueñas", en donde encontrarán las experiencias vividas por los estudiantes del curso al explorar la ciudad de Caracas, donde hacen vida. Podrán comentarlas y discutirlas, además de poder compartirlas con sus allegados con el objetivo de cambiar la percepción que tiene el ciudadano común sobre su ciudad.


Aquí les dejamos una introducción al blog de parte de nuestro profesor Andrés Pérez: 



La primera vez que conocí el miedo fue en Caracas. Mis padres acostumbraban a pasear algunos fines de semana por el bulevar de Sabana Grande(recuerdo que me encantaban sus adoquines, por eso cada vez que voy a recorrerlo no puedo dejar de mirar al suelo) con todos sus hijos, el inconveniente de siempre era mi desobediencia involuntaria. Desde niño padezco de una particular dispersión al momento de caminar y por eso me perdía. Bueno, en realidad mi madre se escondía desde algún lugar donde pudiera visualizarme hasta generar la desesperación del extraviado; escena de llanto, moco e hipo incluidos. Ese miedo, ese terror infligido por la dureza de la educación de mis progenitores, no me corrigió. Por el contrario, afianzó aún más la actitud despalomada con la cual habría de transcurrir mi infancia, además de causarme una cicatriz en la rodilla por patinar en la ducha con el suelo enjabonado, otra en la oreja por el asa de un tobo,una herida en los labios por tropezar en una escalera de metal, la pérdida de un diente de hueso por un peine que me arrojó mi hermana (la quiero tanto que hasta eso se lo perdono), una quemadura en el empeine por tumbar una taza de tilo que estaba en el suelo,un raspón en la cara, casi invisible, ocasionado por un gancho de colgar ropa, otra cicatriz en el mentón (esta vez ocasionada por un empujón de una prima, a esa sí que no la perdoné nunca) y paro de contar porque el lector pensará que hago una descripción del cuerpo de un recluso (o interno, depende de cuál sea su posición ante la problemática carcelaria).

Pero, a todas estas, ¿en qué iba? Decías que la primera vez que sentiste miedo en Caracas fue… ¡Ah, sí! Me parece específico contar esa experiencia porque la capital para mí responde a una dispersión, a una vida que aprendí a cultivar en mi interior y ha hecho, entre otras cosas, que obvie el riesgo, al asaltante de la camionetica, al motorizado hijueputa, al pedigüeño iterativo, al caos urbano que agobia tanto al habitante de esta insólita, por desconcierto y gratificación, Santiago de León de Caracas. Si bien es cierto que existen problemáticas desidiosas y una suerte de vejamen constante hacia el ciudadano, aun así no dejo de posar la mirada sobre las experiencias placenteras que obtengo por vivir acá. No puedo despreciar a una ciudad que me arroja un mango mientras realizo ciclismo a la altura de Chacaíto (hecho verídico y que no intenta emular la ridícula escena de la manzana sobre la cabeza de Isaac Newton; no “descubrí” la Ley de la Gravitación Universal, simplemente me lo comí), de salas de cine de proyección alternativa, museos y galerías de arte, diversidad gastronómica, alcantarillas verticales (diseño único de la Alcaldía de Baruta, especial para atrapar a ciclistas incautos), el cerro El Ávila y la Cota Mil de los domingos, parques metropolitanos hermosos, rascacielos únicos en América Latina, seguridad vial y atención oportuna al turista, en especial si hablan inglés trinitario, etc. ¿No me creen? No están en la obligación tampoco, no han firmado un pacto ficcional conmigo. Es decir, para mí eso es una ciudad: una mezcla de fantasía con realidad, de ilusión con despecho, de gozo con amargura, de satisfacción con desespero. Entre binomios vivimos y observamos a Caracas, mientras aprendemos a incorporar, por las buenas o las malas, la otredad. En efecto, es al otro al que quiero comprender aunque a veces se me vaya la paciencia en ello.

El reconocimiento de la alteridad es lo que requiere Caracas. Una ciudad que responde a la coyuntura histórica por la que atraviesa el país está urgida de un discurso y gestos simbólicos que busquen subsanar la polarización que carcome y azuza, día a día, los ánimos. Intento recuperar el aliento cada vez que una persona genera un comentario despectivo sobre Caracas y sus habitantes, no puedo menos que despreciar a aquel que no hace nada por intervenir en la ciudad con el objetivo de modificarla, de hacerla más próxima y humana. Ciertamente, no volveré a vivir aquella ciudad de mi infancia (quizás el cocodrilo inmortal del Parque del Este sí lo haga), tampoco la que cuenta mi abuelo, el caraqueño antediluviano que más sabe de sus calles y avenidas. Sin embargo, me queda la esperanza, la solidaridad de los que me rodean y la curiosidad de mis alumnos. En fin, me queda la satisfacción de ver que este blog ha sido posible gracias al desempeño de una generación de jóvenes que no desean irse muy lejos, sino quedarse el tiempo necesario, el tiempo que cada uno de ellos perciba de esta Caracas (inter)subjetiva.