Aquí les dejamos una introducción al blog de parte de nuestro profesor Andrés Pérez:
La
primera vez que conocí el miedo fue en Caracas. Mis padres acostumbraban a
pasear algunos fines de semana por el bulevar de Sabana Grande(recuerdo que me
encantaban sus adoquines, por eso cada vez que voy a recorrerlo no puedo dejar
de mirar al suelo) con todos sus hijos, el inconveniente de siempre era mi
desobediencia involuntaria. Desde niño padezco de una particular dispersión al
momento de caminar y por eso me perdía. Bueno, en realidad mi madre se escondía
desde algún lugar donde pudiera visualizarme hasta generar la desesperación del
extraviado; escena de llanto, moco e hipo incluidos. Ese miedo, ese terror
infligido por la dureza de la educación de mis progenitores, no me corrigió.
Por el contrario, afianzó aún más la actitud despalomada con la cual habría de
transcurrir mi infancia, además de causarme una cicatriz en la rodilla por
patinar en la ducha con el suelo enjabonado, otra en la oreja por el asa de un
tobo,una herida en los labios por tropezar en una escalera de metal, la pérdida
de un diente de hueso por un peine que me arrojó mi hermana (la quiero tanto
que hasta eso se lo perdono), una quemadura en el empeine por tumbar una taza de
tilo que estaba en el suelo,un raspón en la cara, casi invisible, ocasionado
por un gancho de colgar ropa, otra cicatriz en el mentón (esta vez ocasionada
por un empujón de una prima, a esa sí que no la perdoné nunca) y paro de contar
porque el lector pensará que hago una descripción del cuerpo de un recluso (o
interno, depende de cuál sea su posición ante la problemática carcelaria).
Pero,
a todas estas, ¿en qué iba? Decías que la primera vez que sentiste miedo en
Caracas fue… ¡Ah, sí! Me parece específico contar esa experiencia porque la
capital para mí responde a una dispersión, a una vida que aprendí a cultivar en
mi interior y ha hecho, entre otras cosas, que obvie el riesgo, al asaltante de
la camionetica, al motorizado hijueputa, al pedigüeño iterativo, al caos urbano
que agobia tanto al habitante de esta insólita, por desconcierto y gratificación,
Santiago de León de Caracas. Si bien es cierto que existen problemáticas
desidiosas y una suerte de vejamen constante hacia el ciudadano, aun así no
dejo de posar la mirada sobre las experiencias placenteras que obtengo por
vivir acá. No puedo despreciar a una ciudad que me arroja un mango mientras
realizo ciclismo a la altura de Chacaíto (hecho verídico y que no intenta
emular la ridícula escena de la manzana sobre la cabeza de Isaac Newton; no
“descubrí” la Ley de la Gravitación Universal, simplemente me lo comí), de
salas de cine de proyección alternativa, museos y galerías de arte, diversidad
gastronómica, alcantarillas verticales (diseño único de la Alcaldía de Baruta,
especial para atrapar a ciclistas incautos), el cerro El
Ávila y la Cota Mil de los domingos, parques metropolitanos hermosos,
rascacielos únicos en América Latina, seguridad vial y atención oportuna al
turista, en especial si hablan inglés trinitario, etc. ¿No me creen? No están
en la obligación tampoco, no han firmado un pacto ficcional conmigo. Es decir,
para mí eso es una ciudad: una mezcla de fantasía con realidad, de ilusión con
despecho, de gozo con amargura, de satisfacción con desespero. Entre binomios
vivimos y observamos a Caracas, mientras aprendemos a incorporar, por las
buenas o las malas, la otredad. En efecto, es al otro al que quiero comprender aunque
a veces se me vaya la paciencia en ello.
El
reconocimiento de la alteridad es lo que requiere Caracas. Una ciudad que
responde a la coyuntura histórica por la que atraviesa el país está urgida de
un discurso y gestos simbólicos que busquen subsanar la polarización que
carcome y azuza, día a día, los ánimos. Intento recuperar el aliento cada vez
que una persona genera un comentario despectivo sobre Caracas y sus habitantes,
no puedo menos que despreciar a aquel que no hace nada por intervenir en la
ciudad con el objetivo de modificarla, de hacerla más próxima y humana.
Ciertamente, no volveré a vivir aquella ciudad de mi infancia (quizás el
cocodrilo inmortal del Parque del Este sí lo haga), tampoco la que cuenta mi
abuelo, el caraqueño antediluviano que más sabe de sus calles y avenidas. Sin
embargo, me queda la esperanza, la solidaridad de los que me rodean y la
curiosidad de mis alumnos. En fin, me queda la satisfacción de ver que este
blog ha sido posible gracias al desempeño de una generación de jóvenes que no
desean irse muy lejos, sino quedarse el tiempo necesario, el tiempo que cada
uno de ellos perciba de esta Caracas (inter)subjetiva.