Era un sábado como cualquier otro, solo un soleado y
caluroso día al igual todos los demás, lo que no sabía es que al finalizar este
tendría una percepción acerca de Caracas un poco diferente a la que ya tenía
con anterioridad pero eso lo comentaré después. Mientras mi familia se
despertaba y se preparaba el desayuno para empezar a hacer los quehaceres del
día yo me arreglé y tomé mi bolso para partir hacía mi destino. Salí de mi casa
muy entusiasmada para subir hacía Caracas realizando la rutinaria travesía que
toda persona que vive en una ciudad dormitorio como lo es Guarenas debe efectuar
para llevar a cabo sus diligencias, cosas como caminar hacía una de las muchas
paradas que tienen como destino Caracas, hacer la cola de los autobuses que
cada día aumentan más sus precios y preguntarse qué eventualidad ocurrirá
durante el viaje en la Autopista Gran Mariscal de Ayacucho o si sólo será la
típica subida zigzageada para evitar no caer en la gran cantidad de baches o
raspados que en esta hay.
Afortunadamente esa
mañana no ocurrió nada relevante y llegué a La California sin ningún problema,
tomé el Metro para bajarme en la estación de Altamira donde debía encontrarme
con una prima que me acompañaría durante el recorrido, en seguida tomamos un
bus de TransChacao que nos dejó cerca de la entrada de la ruta Sabas-Nieves,
luego caminamos hacia esta donde pasamos por un túnel decorado con murales que
tenían como temática la naturaleza, una cosa que pude notar es que se encuentra
justo debajo de la Cota Mil, es increíble creer que debajo de esa avenida por
la que solemos transitar normalmente se encuentre un camino que te lleve a vivir
lo opuesto a cuando se está
atrapado en una de las colas interminables que se hacen en las horas pico; luego
de pasar por allí se nos realizó el chequeo de costumbre por parte de los entes
policiales que allí se encontraban y comenzamos la subida.
Al principio de la ruta
llamó mi atención una pequeña planicie con grandes árboles que formaban una
suerte de túnel vegetal pero más que eso fue la sensación de tranquilidad que me
invadió, no podía creer que realmente estaba en Caracas, esa ciudad caótica,
ruidosa, desorganizada y sucia en donde siempre está ocurriendo algo importante
o controversial, eso me hizo ver claramente una de las importantes funciones
que desempeña tan imponente montaña aparte de adornar, embellecer y
caracterizar la ciudad como lo es darnos un escape, una bocanada de aire fresco
del ajetreo diario, de la contaminación, de la inseguridad pero más que todo de
la rutina. En este sitio no existen las preocupaciones que normalmente se
tienen cuando transitas por las calles como los mototaxistas, el estado del
tráfico, evitar no chocar con los miles de ciudadanos que como tú se dirigen a
hacer sus labores y la persistente sensación de paranoia que posee cualquier
ciudadano con respecto a lo que le rodea, esta vez son solo el camino y tú.
A medida que avanzaba,
el camino comenzaba a hacerse más empinado y más despejado pero siempre
manteniendo una considerable cantidad de vegetación, éste se tornó rojizo y un
tanto arenoso, era ancho y poseía grandes piedras en algunas partes que estaban
muy erosionadas no sé si por las lluvias que las han azotado o si es por el
paso de los centenares de personas que suben a diario por esos caminos a hacer
ejercicio o simplemente para disfrutar de la actividad y la vista que esta les ofrece.
Esto para mí fue claro
ejemplo de que la ciudad no es sólo percibida como un conjunto de calles,
avenidas, centros comerciales y demás, que en esta la naturaleza tiene un rol
protagónico, algo que jamás había tomado en consideración. Al transitar por la
ciudad uno sí observa una gran cantidad de vegetación pero yo percibía esto
como algo normal, no fue hasta ese momento que me di cuenta que esta
característica es algo que convierte a Caracas en una ciudad única porque me
pongo a comparar las descripciones y el imaginario que tengo de ciudades como
Nueva York o Londres y lo más que resaltan son sus rascacielos y los panoramas
de sus estructuras arquitectónicas más que todo y luego observas tu ciudad y
una de las cosas que son más resaltantes a la vista es su geografía y la
naturaleza, en ese momento recordé uno de los textos publicados por Gabriel
García Márquez titulado “Memoria feliz de Caracas” en la que menciona que esta
ciudad conserva todavía en su corazón la nostalgia del campo, que en las tardes
de sol primaveral se oyen más las chicharras que los autos, no fue hasta ese preciso
instante que entendí a qué se quería referir el autor y es claro que esta ciudad
está modelada en función de la majestuosa geografía que poseemos, no hay que ir muy lejos para
observarlo, en el mismo pie de esta montaña podemos ver cómo los barrios y las
urbanizaciones suben y bajan con las colinas como patrón.
Luego de ya tener como
15 minutos de estar caminando y en algunas partes escalando el camino, tomando
uno que otro descanso para recobrar el aliento, llegué a lo que yo considero
una de las mejores vistas que tiene y tendrá Caracas porque se puede observar
una gran parte de ella, una
actividad que comúnmente no se podría llevar a cabo siendo un transeúnte ya que de esta manera vamos a lugares muy
puntuales de la ciudad, por lo que cuando se está parado allí podría decir que se
observa lo inobservable, aquella ciudad en la que laboras, estudias y vives en
su totalidad
prácticamente, algo que no es fácil de describir o
delimitar pero lo estás viendo claramente, está allí enfrente de ti.
No ves las típicas imágenes
que observas en propagandas de Caracas donde aparece la estatua de María
Lionza, la Esfera Caracas o el mismo cerro El Ávila, ese pulmón vegetal en mitad
del desastre que es Caracas, siempre espectador de lo que sucede en ella. No,
esta vez es El Ávila, esa gran montaña tan icónica la que te permite ver y ser
espectador de la ciudad, siempre activa y en movimiento. Se percibe a Caracas
en su máxima expresión, esa Caracas que sabemos que existe por lo que hemos observado
en las noticias, periódicos o hemos escuchado en alguna historia pero jamás
hemos visto con nuestros propios ojos, el Ávila te ofrece esa visión, lejana
pero siempre actual de la ciudad haciéndonos conscientes de que esta va más
allá de lo que conocemos, de lo que escuchamos
y de lo que vemos, que siempre habrá algo más, un pedacito de esa gran
ciudad que no sabremos que está allí esperando por nosotros para ser conocido.
No es un secreto para nadie que vivir y transitar
por una ciudad es una tarea agobiante y que los males de esta rutina nos
vuelven un tanto insensibles acerca de lo que ocurre fuera del ámbito que
solemos recorrer, pocas veces en el camino nos detenemos a observar lo que nos
rodea ya que vamos enfocados en lo que se debe realizar y de no llegar tarde al
lugar, por esa razón este viaje me pareció una práctica tan gratificante porque
no tenía un objetivo en específico me podía permitir llegar hasta donde mi
aptitud física y mi voluntad me lo permitiera y no tenía un lapso de tiempo
estimado para hacerlo. En un momento me detuve a pensar que uno de los nombres
que se le otorga a el Ávila no puede ser más acertado y este es el de “Ávila
mágica” y su magia no reside en estar ahí adornando nuestra ciudad sino, por el
contrario, permitirnos observar desde otro ángulo a Caracas, despojada de la corrupción,
la delincuencia, los debates tanto económicos como políticos y todas las
situaciones cotidianas para permitirnos decir “Que bella es la ciudad en la que
vivo”, por lo que para mí una imagen tomada desde la ciudad teniendo como fondo
el paisaje del Ávila no dice tanto como una imagen tomada desde el Ávila hacia
la ciudad acerca de que es esta.
Luego de esto continué mi
subida con normalidad, haciendo una que otra broma con mi prima acerca de las
personas que subían por el camino, hasta llegar a la parada de Inparques donde
llenamos con agua nuevamente nuestros potes, nos comimos un helado y
descansamos unos minutos para comenzar esta vez el descenso de la montaña acerca de la cual no volvería a tener la misma
visión que tenía antes de llegar allí.
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