sábado, 14 de julio de 2012

Grandeza y desidia: La batalla en el subconsciente del ciudadano Por Virginia Gil


El tiempo pareciera llevar consigo un pincel con el que pintar una capa de polvo sobre toda superficie que se cruce en su camino. Es un jardinero que poda y siembra sentimientos en los recuerdos de las personas, añadiendo matices de nostalgia por lo que no trasciende, o por lo que aun lográndolo se somete a cambios irreversibles. Sin embargo, desde la impersonal perspectiva de las cronologías históricas, el tiempo no tiene nada de jardinero, sino que se percibe como un acumulador de hechos y transformaciones a los que el ser humano acaba adaptándose o modelando a su conveniencia. Si una persona común y corriente ve una estatua cualquiera, le dará una valoración distinta de la que seguramente le dio en su momento el escultor que la creó. Las generaciones que heredan el patrimonio reconocen la importancia de lo que ahora poseen, pero su memoria no posee el recuerdo de lo que aquello significaba para sus predecesores.

            El ser humano elige lo prestigioso y hermoso para recordar y homenajear. Los monumentos se diseñan con grandiosidad, con detalles rebuscados e imponentes, las placas deben tener letras grandes que parezcan gritar “Léeme, soy importante, reconoce mi valor”. Buscan sobrecoger al visitante, convertirlo en un turista que necesite pruebas que mostrarles a sus conocidos para jactarse de haber estado ahí, contemplando la majestuosidad de la estatua de alguna persona que en cierto momento hizo algo importante. El turista quiere fotos donde aparezca su cara (generalmente sonriente) junto al monumento, donde casi pareciera que el representado en la piedra está a su lado y le agradece que lo visite.
            A nivel mundial, las ciudades que fueron sede de acontecimientos importantes prestan sus espacios para la construcción de estos derroches de magnificencia con orgullo, y Caracas no es la excepción. Es una ciudad plagada de bustos, de parques conmemorati-vos, de expresiones de arte y arquitectura moderna, de los intentos de algunas personas de convertirla en un lugar que satisfaga las expectativas de los turistas. En 1956, durante una férrea dictadura que sin embargo algunas personas mayores suelen empeñarse en recordar con nostalgia, fue inaugurado en esta ciudad uno de esos grandes proyectos: el Paseo Los Próceres.


Una notable característica de ese paseo es la presencia militar. Es famoso por los desfiles militares que se ejecutan a lo largo de la avenida, además de la ubicación del Círculo Militar y la Academia Militar. No es de extrañarse, siendo que en la época en que fue inaugurado, la sociedad venezolana tenía mucho respeto por la carrera militar. Era un oficio que gozaba de un prestigio que ha ido mermando con el tiempo, como si sobre él se extendiera una capa de polvo apenas perceptible. Los jóvenes de hoy en día, las personas que viven al tanto de lo más actual e innovador, ya no consideran la profesión militar de la misma forma en que lo habrían hecho los jóvenes de cincuenta años atrás. De hecho, dice un fragmento de la letra de una canción llamada “Los Cadetes” (que se hizo popular alrededor de 1957) de la antaño famosa orquesta Billo’s Caracas Boys:
“La marina tiene un barco, la aviación tiene un avión, los cadetes tienen sables y la guardia su cañón, pero lo que más me gusta y me llena de emoción es que pasen por mi casa en correcta formación.”

En contraste con la aceptación hacia la carrera militar que irradia dicha canción, observemos ahora una de las conclusiones de la ponencia “Percepciones sobre los Militares” de la Conferencia Internacional “Fuerza Armada en Democracia” realizada en la Universidad Católica Andrés Bello en el año 2004, en base a una serie de encuestas llevadas a cabo entre los años 1992 y 2002:
“La percepción de que las instituciones se politizan (como ha sido el caso reciente con las fuerzas militares y con los medios de comunicación) daña su imagen y la confianza de la población en ellas.”

            Nos encontramos con una sociedad que considera perdido el prestigio que una vez tuvo la carrera militar. Esto es un indicador de que el venezolano promedio ya no busca identificarse con los elementos que puedan asociarse a ese oficio. Por ejemplo, el caraqueño que un día estaba caminando por el paseo Los Próceres y se le ocurrió intervenir uno de los tanques colocados a los lados de la avenida garabateando un par de palabras ininteligibles en pintura rosada no es alguien que le tenga afecto o respeto a lo que ese vehículo de artillería representa, ni a las posibles intenciones de quienes decidieron colocarlo a la vista pública.

La primera palabra que viene a la mente cuando se ve una imagen como esa es casualmente también la primera que se les ocurre a las personas que buscan justificar su opinión cuando dicen que “en Vene-zuela nada sirve”: la temida desidia.

            La manera en que el caraqueño percibe a Caracas está asociada a cómo percibe a Venezuela en general, y cosas parecidas suceden con el valenciano, el margariteño, el maracucho, el andino, etc. Lo que ven y viven en su día a día constituye la base de lo que opinan sobre su país. Y resulta que lo que observan es que aquí “todo lo acaban”, “nada lo cuidan”. De vez en cuando reconocen cuando nace una iniciativa de conservar el patrimonio, como los trabajos de restauración a los que fueron sometidas varias zonas del Paseo Los Próceres. Entonces tenemos un país donde todos piensan que tenemos paisajes privilegiados, que tenemos ventajas geográficas e históricas, que estamos llenos de riqueza cultural y artística, pero sobre ellos flotan las nubes negras de la desidia en la que acaban cayendo todas las cosas que valen la pena.

            En toda Caracas hay ejemplos de grandeza y de abandono. La ciudad capital es un reflejo en miniatura de lo que se observa en otras ciudades del país, pues en toda Venezuela podemos ver bustos mohosos, aceras adoquinadas antiguas cubiertas de basura, y especialmente en las ciudades más grandes, indigentes durmiendo en los bancos de las plazas públicas. ¿Es que nuestra sociedad está condenada a dejar que se acumule el polvo en cada lugar bonito o importante históricamente junto a los que transitamos? Pues no. Con borrar del subconsciente del ciudadano la idea de “esto es culpa del otro, el desastre lo limpia otro” es suficiente. Y no sólo se puede afirmar eso en relación a lo palpable, como lugares y objetos materiales, sino también con las instituciones y otros conceptos más abstractos. Es posible llevar a cabo trabajos de restauración del prestigio perdido, de la confianza perdida. Es posible que la carrera militar vuelva a considerarse admirable por los jóvenes que responden a patrones de consumo globales (especialmente si tomamos en cuenta que a nivel mundial el servicio militar suele considerarse digno de respeto). Existe una aspiradora que puede quitarle el polvo acumulado con el tiempo a todas esas cosas que merecen ser aplaudidas de las épocas pasadas, sin tener que volver a las cosas que no lo merecen.  

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