viernes, 13 de julio de 2012

"Quinta Crespo" y la modernidad de Caracas Por Giovanni Núñez



La modernidad es un proceso que se comienza a vivir en el mundo a partir del siglo XVI, sobre todo por querer desligarse de las creencias y del pensamiento medieval que, dentro de sus principales postulados, ponía a Dios en el centro de todo. Así comienzan a surgir diversos pensadores y teorías que precisamente contrariaban o simplemente no aceptaban la idea de un Ser superior, más bien ponían todo el interés en el ser humano, el cual, a partir de su razón era capaz de progresar y realizar lo que se propusiera por sus propios medios. Es así como se comienza a hablar de la razón instrumental que, contraria a la razón contemplativa, la cual se refería a que todo podía ser conocido a través de la matemática, es decir que todo podía ser entendido en lenguaje binario, lo instrumental sólo hace énfasis en el valor operativo del proceso, le permite al hombre controlar y dominar, saber el costo y el beneficio de las acciones.
La razón acapara todos los ámbitos y así va dejando de lado lo mítico, lo ilusorio y lo misterioso, cerrándole toda cabida en el conocimiento, por tanto todo se vuelve racional, y es a raíz de esto que Weber menciona su idea de que el hombre, a partir del proceso de la modernidad se habría desencantado del mundo. Con esto también surge la idea del progreso ilimitado, es decir que el hombre, a través de la tecnología jamás agotaría las posibilidades de progresar e ir creando cosas infinitamente.
A partir de las ideas ilustradas las personas fueron creando una autoconciencia que no existía anteriormente, el hombre se va volviendo cada vez más consciente de sí mismo y de sus capacidades para crear cosas nuevas. Va volviéndose cada vez más confiado de sus capacidades debido a todo el descubrimiento científico que se va produciendo. El hombre va descubriendo su capacidad y se da cuenta que se diferencia de los demás seres de la naturaleza por gozar de razón.
A pesar de todas estas cosas, que podríamos denominar como positivas, la modernidad va ocasionando una idea de consumo desmesurado y un desligamiento del imaginario nacional. Las sociedades en pro del progreso eliminan sus tradiciones y órdenes ya establecidas, debido a que la nueva identidad está atada a los objetos materiales que se adquieren.
En la sociedad de consumo se hace constante la insatisfacción. Los productos pasan rápidamente de moda, se denigran y se devalúan, generando la necesidad de adquirir unos más novedosos. Sin esa frustración la demanda de los consumidores podría agotarse rápidamente. Para ello la industria del consumo tiene que recurrir a un sinfín de “estrategias mercadológicas” basadas generalmente en el engaño para que este tipo de sociedad siga funcionando. Así nuestros estilos de vida que conforman parte de nuestra identidad están marcados por los productos que los medios nos presentan como ideales para llevar el estilo de vida más adecuado a nuestra “personalidad” e “identidad”.  Pero no todos tienen acceso a adquirir una identidad, la cual está determinada por la amplitud de las tarjetas de crédito. Como lo diría Marx, se ha ido sustituyendo poco a poco las relaciones personales feudales por el nexo del dinero.
Una de las estrategias a las que recurre la industria del consumo para su beneficio es la creación de líneas de supermercados. Estos supermercados suelen ser  acondicionados con cómodas estanterías llenas  de un sinfín de productos, de diversas clases y variedades, bien organizados por secciones. En estos mercados se colocan una determinada cantidad de cajas registradoras  las cuales acostumbran  estar en línea, una al lado de la otra, ubicadas a la salida del supermercado. Estas cajas registradoras son atendidas por empleados que solo se limitan a cobrar el producto que desea adquirir el comprador. En estos mercados no se observa una mínima porción de cultura; y es que, como podría agregarse a nuestro imaginario nacional algo tan mecánico, tan frío y desolado, tan preciso en lograr el fin que se propone: atraer mediante la comodidad un gran número de consumidores que se adaptan cada vez más a la modernidad.
Todo esto sobre el “supermercado” es apoyado en hechos vívidos de quien ha estudiado y analizado grandes obras sobre la modernidad y globalización, de sendos personajes como García Canclini y Carlos Colina,  en los últimos meses. Y es que en mis contados años de vida he tenido la oportunidad de darme cuenta de la vertiginosidad con que avanza la modernidad, la tecnología de la mano del consumismo y del capitalismo, como se ha ido olvidando lo que de verdad nos identifica con nuestra historia y nuestro lugar de origen. He tenido la oportunidad de vivir tanto en un pueblo lleno de grandes culturas como en una ciudad llena de grandes tecnologías y modernidad. En mis pocos meses de estadía en la ciudad de Caracas he recorrido cuanto rincón me ha sido posible, desde sectores organizados como lo son La Florida y El bosque hasta pequeños barrios ubicados en la Cota 905, Carapita y Las Adjuntas. Hace pocos días tuve la oportunidad de tropezarme con el mercado de Quinta Crespo ubicado en la Av. Baralt, en el sector que se hace llamar Parroquia San Juan. Apenas entré en el mercado sentí un consuelo hogareño que había extrañado desde hace ya muchos meses. Dicho sitio me permitía recordar el viejo mercado que aun vívido se conserva en El Tigre, “El Mercado Municipal Del Tigre”. Hasta entonces no había visto un lugar tan cierto y lleno de tanta cultura como aquel mercado; sólo había presenciado grandes obras arquitectónicas si personas que las admiraran y hermosas plazas desoladas. En un pueblo como el “mío” esto habría sido inconcebible e insólito, en donde las plazas suelen estar casi siempre llenas de vida, personas mayores jugando por la mañana ajedrez y dominós y otros tantos jóvenes paseando en las tardes, personas admirando antiguas estructuras como los silos del paseo “La Bandera”, que alguna vez formaron parte del gran potencial de producción de maní que poseía el pueblo.
La generosidad de la gente en un mercado local es muy grata ya que los vendedores suelen ser los dueños de los negocios, por lo tanto se ven casi obligados a simpatizar con sus compradores para que ellos se vean atraídos a comprar nuevamente en el sitio. Y eso no es todo, el ambiente se ahoga en un sinfín de diversas personalidades y olores, que parecieran referenciarte casi con los ojos cerrados en donde te encuentras ubicado.  Allí fácilmente se logra concebir una buena cultura y una auténtica identidad. En cambio en un supermercado el trato a los consumidores por parte de los que solo cobran los productos es casi indiferente, esto es debido a que ellos son ajenos a lo que compren o dejen de comprar los clientes ya que su sueldo será el mismo al final de la quincena o al final del mes.
Esto es, pues, un elogio a los mercados de siempre. A mercados como el de Quinta Crespo. Allí la diversidad es mayor, la oferta variada, se puede escoger entre diversos productores. Se pueden conseguir productos realmente frescos. Creo que un mercado produce más puestos de trabajo que un supermercado. Además, un mercado es un mundo cultural rico en sí mismo que tiene un valor más allá de lo económico. Los mercados son museos de la gastronomía que muestran lo mejor de la cultura culinaria local en una manera en la que los supermercados y los fast food nunca podrían capturar. Ellos no requieren pagar entrada y bullen con los quehaceres de la vida cotidiana. Ellos ofrecen la mejor manera de sumergirse y probar, en sentido literal y figurativo, otras culturas. En suma, los mercados son otro atractivo turístico que hay que saber potenciar. En general, a lo que voy es que la idea de que los supermercados son esencialmente mejores a los mercados es parte de ideologías más amplias, que han logrado establecer como verdad que el enriquecimiento de algunas pocas empresas significa en el mediano plazo el progreso para todos. Como la crisis mundial actual demuestra esa es una farsa.
En Caracas existen lugares de recreación cultural o estructuras con principios históricos que se podrían fácilmente ligar a un buen imaginario nacional, sin embargo lo único que logra asociar a esta ciudad moderna con un poco de cultura original es un mercado como el de Quinta Crespo, ya que los demás sitios parecieran no llamar la atención, ellos se encuentran la mayor parte del tiempo desprovisto de personas. Y la razón de que ocurra esto es que el mercado local es un gancho para las personas que se han sometido al consumismo y que sin querer, al asistir a estos mercados, están produciendo un imaginario nacional verdadero que prevalece sobre cualquier identidad moderna que va de la mano con un imaginario global.
Que el capitalismo globalizado ataca las diversas culturas que se encuentra en su camino es algo que ya se había sentido. Y esto es doloroso. El capital traga culturas, sí; así lo podría confirmar cualquiera que paseara por las calles caraqueñas, porque la ciudad vive en estos días la muerte en vida de la cultura de su pueblo. No obstante, mientras el pueblo tigrense es capaz de identificar claramente a su invasor, que pretende apoderarse de la riqueza natural de su tierra, la ciudad caraqueña apenas se siente amenazada; y es que hace tiempo que olvidó su pasado, su pasado como pueblo, llegando hoy en día incluso a renegar de él. Hace tiempo que se olvidó que la tierra es de quien la trabaja, y como todos sabemos, nadie es más inocente, dócil e inofensivo que aquel que no recuerda su pasado.


Todas aquellas personas que contienen la sabiduría que les ha heredado el vivir el día a día en los campos, las veredas, los desiertos, las montañas, las costas, las selvas, las islas, los palafitos, los bohíos, las tribus, los pueblos y otros más; todos y todas construyen comunidad. Y si en algún momento se les nombró como “bárbaros”, “salvajes”, “atrasados” o “incivilizados” fue porque no se acercaron a su palabra, a su memoria, a su historia. A la  sabiduría de estas gentes,  que no la obtienen en una universidad, sino de la experiencia de vivir y sobrevivir cada día, de compartir y transmitir todo un conjunto de conocimiento y memoria en comunidad, a partir de la palabra hablada, en ese aprender a escuchar la voz del otro.

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